Una de esas noches bogotanas, luego que el sol ha
realizado su aparición muy temprano y los suéteres, buzos y gabanes, vuelan por
los aires o se quedan colgados de las sillas de los sitios de trabajo, y el
exceso de calor hace de las suyas, obligando al transeúnte a andar con ropa
ligera, o procurando no salir, para que
esos 2.600 metros sobre el nivel del mar, no nos deje más cerca de un cáncer de
piel, la noche se torna horriblemente fría, el viento sopla una brisa helada y
el cielo se cubre con mantas negras, evitando que las nubes se conviertan en
trozos de hielo.
En una de estas noches, los habitantes de la calle, con
sus vestidos de harapos, arrastrando los pies y la tristeza, recorren las
calles, buscando sitios donde pasar la noche.
Sus ojos vagan por lugares extraños y sus pies danzan el
baile del hambre, cargan sobre si un olor característico, sus cabellos
permanecen adheridos al cuero cabelludo, como si estuvieran totalmente pegados
al mismo; a su lado, caminan perros de todas las razas y colores, no se les
desprenden, caminan al paso de sus amos, ya no le aúllan a la luna, famélicos transitan
el centro de la ciudad.
Ellos, los habitantes de la calle llevan entre sus manos,
un pequeños frasco de "pegante", el cual sale por entre el cuello de sus
camisetas, lentamente, lo van absorbiendo para sentir que sus cuerpos se
reaniman y poder así olvidar que no han comida nada y que deben buscar sitio
donde pasar la noche.
Cualquier espacio desocupado, un andén con techo, es el
sitio ideal para acostarse a dormir, es así que toman sus cartones y los
extienden, colocan como almohadas, sus costales y los perros, se acomodan al
pie de ellos, todos tiritan de frío, se apretujan, dándose un poco de calor,
papel periódico y plásticos les sirve de cobijas.
Allí, los despierta el baldado de agua fría, que les tira
el dueño del negocio, quien lava su espacio, mientras que el agua penetra sus
huesos, sus miradas torvas y frías, miran sin mirar, las lágrimas salen de sus
ojos, y los perros continúan tiritando de frío.
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