Y llegó al fin el día anhelado, la siembra
del árbol de guama, en el patio solariego de la casa de la bisabuela, todos habíamos
probado su fruto: LA GUAMA, esos algodones totalmente blancos, que se guardaban
celosamente en una “vaina” gruesa, de color
verde, que podía llegar a medir hasta un metro y que en tiempo de cosecha
colgaban de ese árbol de aproximadamente 20 metros de altura; sabíamos muchas
cosas de esa planta de 60 cm de alto, que se iba a sembrar a petición de mis
hermanos y primos, ese día fue apoteósico, la boca se nos volvía agua, olíamos
su fruto y soñábamos con su sabor entre ácido y dulce, que activaba nuestras
papilas gustativas, lo que no sabíamos, era que para producir sus primeros frutos,
debíamos esperar cuatro largos años; el abuelo nos comunicó con voz muy
ceremoniosa, todos nos miramos, pero ¡ qué carajo!, lo veríamos crecer, y fue así,
que después de cuatro largos e interminables años, de estar yendo a pasar
vacaciones a la casa de campo, comenzamos a ver, que de sus ramas empezaban a
colgar unas vainas verdes, bien proporcionadas, ya nos imaginábamos, la
cantidad de aretes que tendríamos para esa temporada, porque su fruto, esa
especie de algodón blanco como la nieve, envuelve una pepa larga de color
oscuro, con una abertura en la parte de arriba, que sirve para engancharse en
las orejas, como si fueran aretes, al fin y al cabo, aún éramos niñas.
Alcanzamos a probar las guamas aproximadamente tres cosechas, pero esto bastó,
para que de nuestra imaginación jamás se borrase este bello episodio.
Nuestro querido árbol de guama, cierto día, en medio de una gran tormenta,
fue desgajado por un trueno, que cayó partiéndolo en dos, quedando en muy poco
tiempo sin ramas, y se fue secando poco a poco, pero aún después de varios años,
sus ramas secas se negaban a morir, y pensaba que sus raíces sostenían su historia,
surgiendo este haiku:
árbol sin hojas
hay una historia
guardada
en sus raíces.